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EL SEÑOR QUIERE QUE SEAMOS MANSOS, NO MENSOS
Son varios los textos que encontramos en la Biblia que nos hacen referencia a la mansedumbre. Tenemos, por ejemplo, en el libro de los Números: «Porque Moisés era el hombre más manso de todos los que vivían sobre la tierra» (12,3); en el libro de los salmos leemos: «En cambio, los mansos heredarán la tierra, y gozarán de una gran paz» (37,11); el profeta Jeremías nos dice: «Yo, como un manso cordero, llevado a inmolar, ignoraba las maquinaciones que tramaban contra mí…» (11,19). Ya en el Nuevo Testamento, más específicamente en el evangelio de Mateo, leemos: «Bienaventurados los mansos porque heredarán la tierra» (5,5); y también: «Lleven mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas» (11,29).
Por otro lado, el Catecismo de la Iglesia Católica define la virtud como «una disposición habitual y firme a hacer el bien… la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas» (n 1803). Y es que debemos siempre intentar ser buenos; esforzarnos por mejorar o ser mejores. El Catecismo señala dos grupos de virtudes: 1) virtudes humanas, que las define como actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe (prudencia, justicia, fortaleza y templanza); 2) virtudes teologales, que las define como el fundamento del obrar moral cristiano; son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos obrar como hijos de Dios y merecer la vida eterna (fe, esperanza y caridad).
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