AÑO DE LA MISERICORDIA (III) «LA ALEGRIA DEL COMPARTIR»

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Por: +MONS. AMANCIO ESCAPA, OCD
Obispo Auxiliar de Santo Domingo Asesor del MCC

Nos decía el papa en el mensaje para la Cuaresma que «la misericordia de Dios es un anuncio al mundo: pero cada cristiano está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio».

Todo el año del Jubileo de la Misericordia en sus celebraciones ha de llevarnos a sentir «la cercanía de un Dios que es misericordioso y camina a nuestro lado».

Dependerá de las actitudes que tome el creyente para que esa cercanía sea vivencial, lo cual requiere, en primer lugar, sentir la necesidad de esa ternura que Dios nos ofrece.

Decíamos en la entrega anterior (ver Palanca de Febrero), que aceptar esa ternura y misericordia suponía sentir en nosotros el efecto que provoca esa nueva alianza de Dios con el hombre: la alegría.

Sentir el gozo que da estar «en paz con Dios». Aceptar que Dios perdona nuestras miserias, se olvida de nuestras frecuentes recaídas y sigue ofreciéndonos la mano para sacarnos del miedo y de la angustia. El primer paso, pues, es reconocer la necesidad del perdón porque nos sentimos pecadores. «Un corazón contrito y humillado tú no lo desprecias».

Al contrario, sentimos, en medio de la angustia la mano blanda del Señor que nos invita a levantar la cabeza, dejar atrás el pasado y comenzar de nuevo a caminar, con la sensación de que Dios camina a nuestro lado y acepta la respuesta positiva de nuestra parte.

Celebrar la misericordia es volver a sentir en nosotros la, una vez más, alianza que Dios quiere establecer con el pecador arrepentido.

La señal de un acto auténtico que sella por nuestra parte la alianza que Dios nos ofrece, es tratando de actuar con los demás en la misma tesitura de Dios con nosotros. Esto se consigue a través de lo que conocemos y aprendimos en el catecismo con el nombre de las obras de misericordia.

Es decir poner a disposición de los demás los dones tanto físicos como espirituales que hemos recibido de Dios y que quiere desarrollemos en la práctica de nuestro caminar. «La misericordia de Dios, dice el papa, transforma el corazón del hombre haciéndole experimentar un amor fiel y lo hace a su vez capaz de misericordia».

Y decía San Agustín: «El hombre es capaz de Dios»

Por eso el mejor y eficaz efecto de sentir esa misericordia es compartiendo con el prójimo «la alegría de sentirnos amados de Dios», lo demostremos amando a nuestros semejantes en sus necesidades corporales y espirituales.

Estas obras nos recuerdan que nuestra fe se traduce en gestos concretos y cotidianos.

Abrámonos a la misericordia de Dios reconociendo la necesidad que tenemos de «ternura cercana de Dios en nosotros» y, como consecuencia, seamos cercanos a los que como hijos de Dios tienen necesidad de «algo», corporal o espiritual, que nosotros tenemos y a ellos les corresponde.

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