Por RP. Luis Rosario
En la ciudad de la «Hamaca de Dios», a la mirada del siempre vigilante Mogote, transcurrieron unos cuantos años de mi adolescencia.
Al arrullo del Yaque se fueron entretejiendo sueños e ideales, matizados por la desa ante realidad de campesinos, curtidos al fuego del trabajo, y la visita de quienes, buscando una pausa a sus diarios ajetreos, escapaban del ruido citadino y posaban sus cabezas, para un descanso de n de semana, en la tierra donde Dios se acuesta.
Las calles de Jarabacoa se alegraban cada día con la presencia de los más exóticos personajes: José El Burrero, con sus recuas de asnos cargados de arena; junto a la bomba de la salida hacia Constanza, Tolargo, llamado así por su tamaño que desa aba al cielo, ofrecía su servicio de reparación de gomas; mientras Juaniquín estaba allí siempre bien dispuesto a ofrecer los primeros auxilios, incluyendo una inyección a quien la necesitaba.
Otros muchos atractivos, que hoy son parte de lo que el viento se llevó, daban sabor a esta inocente vida de la loma, bañada por la cantarina tríada del Baiguate, el Jimenoa y el Yaque. Eran frecuentes los maroteos en la Loma de Don Picho y la visita interesada a su trapiche, en la parte trasera de su casa, las toronjas en el conuco de Don Viro, los chapuzones en el charco de Don Mon, y los paseos a la Con uencia o a Pinar Quemado.
Entre las personas pintorescas que llegaban cada día al pueblo se encontraba Gaspar, mejor conocido por todos como «Gapai». Era alto de estatura, nariz aguileña, dentadura entrecortada debido a la ausencia de un profesional de la odontología que velara por ella. Era de cabellos generosamente regalados por la naturaleza, de mirada curiosa y penetrante, como si desa ara siempre a entablar un diálogo. Pero no lo escuché nunca hablar.
Los grandes pies, proporcionados a su cuerpo de ciclope, eran vírgenes, nunca habían conocido zapatos. ¡Quién sabe cuántos kilómetros recorría a diario nuestro personaje! Esta situación motivó una idea compasiva en el entorno: había que comprarle unos zapatos a Gapai. Y así se hizo. La buena acción realizada fue como un amplio respiro colectivo hacia el infinito, al que ayudaba el aire fresco de la montaña.
La sonrisa permanente de Gapai se hizo más expresiva al recibir el regalo, generado por el espíritu de solidaridad fraterna de la gente. Sin embargo, con sorpresa de todos, durante varios días no se supo de Gapai, hasta el punto de suscitar su ausencia una serie de interrogantes inquietantes, que sólo unos quince días después encontraron respuesta.
Allí estaba de nuevo este hombre, azotado por las estrecheces de la vida, pero respirando ilusión en su sonrisa. Así como suena, Gapai venía nuevamente descalzo, colgando en su pescuezo el par de zapatos, entrelazados con un nudo, a modo de bufanda, Entre preguntas mutuas de los donantes y respuestas hilvanadas a luz de los hechos, todo llevó a la conclusión de que tan fuerte era la cachaza de los pies de Gapai, que no soportaron ese cuerpo extraño y que, al n de cuentas, para él era más cómodo deambular descalzo del campo a la ciudad y viceversa.
TRAS EL PASO DE LOS AÑOS, GAPAI HA VENIDO DE NUEVO A MI MEMORIA. SU RECUERDO ME HA ABIERTO LOS OJOS Y HE COMPRENDIDO EN ALGO LA OBSTINACIÓN HUMANA EN EL CAMINO DEL VICIO Y DEL MAL. HE LLEGADO A LA CONVICCIÓN DE QUE TAMBIÉN LA MALDAD CREA CACHAZA, HASTA EL PUNTO DE IMPEDIR MUCHAS VECES UN CAMBIO DE CONDUCTA QUE HAGA MÁS CÓMODA ESPIRITUALMENTE LA VIDA.
HAY QUE APRENDER A CULTIVAR LA VIRTUD AL EMPEZAR LA VIDA, CUANDO TODAVÍA NO SE HA CREADO UNA CACHAZA QUE SE RESISTA AL CAMBIO.