Por: Freddy Contín
freddycontin@gmail.com
Descarga aquí
Celebramos anualmente lafiesta de Pentecostés. Una fiesta grande de la Iglesia
que debemos vivir con fe y con admiración; con espíritu abierto, con disponibilidad, sencillez y humildad, recordando que el espíritu sopla donde quiere; pero es un hecho que el Espíritu Santo vive y actúa sobre nosotros, si lo dejamos actuar.
Y deberíamos dejarlo, en vez de empeñarnos y aferrarnos en oír y acoger solo aquello que nos atrae y nos gusta; solo lo que halaga nuestra vanidad y satisface nuestro capricho.
Y esto ocurre, cuando estamos solamente dispuestos a oír ruidos y alborotos, aunque sea en forma de depresión, miedo, dudas o fantasías, o en ver lenguas de fuego en forma de imaginaciones, problemas inexistentes o ideas falsas.
Pero nos negamos a oír el soplo suave y firme del Espíritu Santo que nos habla de amor a los demás, de abandono y confianza en Dios, sin pensar ni medir donde nos lleva esa actitud, que es seguro, nos llevará a buen término.
Con los pies puestos en la tierra, viviendo en este mundo, en las circunstancias concretas de cada uno, hemos de estar atentos a la voz del Espíritu Santo que habla por la Palabra de Dios; que habla en la doctrina de la Iglesia; que habla a través de lo que es para nosotros, voluntad de Dios en nuestros deberes concretos.
No cabe confusión ni caben fantasías; el Espíritu Santo no está dónde está el amor propio y el «yo», que quiere aparecer y dominar, donde impera el orgullo y donde por todos los rincones nos vemos a nosotros mismos.
Cuando enjuiciamos y criticamos a los demás; cuando el materialismo nos invade y nos llena, no es el Espíritu quien nos guía. Las complicaciones, la falta de paz, el afán de saber y conocer todo y seguir lo que más nos atrae; la prisa y, a la vez, la pérdida de las horas en lo que no es trabajo sereno y fecundo, nos aparta también del aire del Espíritu.
Los discípulos después de sus cobardías y huidas, después de sus traiciones y sus miedos, se recogieron en oración, se unieron para esperar que viniera sobre ellos el Espíritu.
Nosotros, pese a nuestros fallos y errores, sabemos dónde hay que esperarlo: dentro de la Iglesia, que no es sólo ir ratos al templo, aunque esto es preciso, acogidos a su doctrina e interiorizando cada día más nuestro trato personal con Dios en la oración, con los sacramentos, en Su Palabra y haciendo vacío interior para que pueda llenarnos su Espíritu.
Ese Espíritu Santo es el que perfecciona en nosotros la obra empezada por Cristo; hace fuerte y continua la oración que elevamos; da impulso a nuestro apostolado; hace que ningún cálculo, por negligencia nuestra, estreche los espacios inmensos de la caridad; que todo sea grande en nosotros y que estemos prontos a seguir la verdad.
Solo si nos hacemos grandes en los deseos y en las obras, podemos estar prontos a seguir la verdad. Y la verdad nos hará libres; pero no la nuestra, estrecha y egoísta, sino la de Cristo, esa que pedimos al Espíritu Santo que nos la enseñe y nos la haga vivir.
En Pentecostés Dios efectúa una nueva creación. Lo antiguo se ha ido; lo nuevo ha llegado. Mediante una masiva invasión de gracia, un valle de huesos secos recibe una nueva oportunidad de vida. Un pueblo disperso y confundido encuentra una nueva convivencia y habla un nuevo idioma.
Por eso Pentecostés para nosotros hoy, es una nueva oportunidad que tenemos, para implorar al Señor que derrame sobre cada uno, ese fuego purificador y transformador; que nos dé la fuerza necesaria para salir de nuestro encierro, para mostrarnos como Iglesia que comunica el mensaje del Evangelio, a través de su forma de vida y a través de su testimonio.
Descarga aquí